Capítulo tres: Risas cadavéricas
- Gabriela Peña
- 24 may 2017
- 2 Min. de lectura

A un par de estados más allá el griterío no hacía acto de presencia, en su lugar, había un silencioso alarmante, como si se arrastrara sigilosamente por las paredes, sobre la tierra, abriéndose espacio alrededor de los presentes, con dedos finos, largos, como una marea que se junta para volver con más intensidad y sin previo aviso.
Eso no se lo decían las noticias por las redes sociales, ni los mensajes alarmistas de sus amigos, se lo gritaban las decenas de caras que esperaban en las aceras, María los veía desde la ventana en el tercer piso. Había un hambre perspicaz en sus ojos, si un caricaturista hubiese estado por ahí le habría encantado de retratarlos como zombies cadavéricos, eso sí, unos rápidos y fuertes. Y probablemente agresivos, pero nada interesados por cerebros.
María recogió las cosas de su oficina con aparente tranquilidad, (spoiler alert) solo era una fachada, por su mente galopaban decenas de pensamientos, uno detrás de otro, sin descanso. El comunicado había llegado poco después de almuerzo, en pocas palabras rezaba: “Por su seguridad, es mejor que regresen a sus casas”. Había un picor en el ambiente, todos evitaban las miradas, guardaban sus cosas con cuidado, como si temieran que un movimiento brusco o un sonido de más despertara al monstruo que sentían respirar en sus narices. Los pocos que hablaban lo hacían entre susurros, haciendo saltar los rumores de boca en boca. Maria prefirió silenciar cualquier intercambio, apagaría la computadora, tomaría su bolso, se iría a su casa y al llegar, todo estaría bien. Nada pasaría, mañana volvería. Sí, estaba segura.
Sin embargo, su parte quisquillosa no dejaba de mirar por la ventana, cada vez había más y más zombies-personas, se movían como si nada, aglomerándose afuera. Soltó la persiana de golpe y colocó la tira del bolso sobre su hombro. Todos estuvieron listos más o menos al mismo tiempo, salieron como una procesión, callados, con la vista al frente. Los afortunados, como se les consideraba, tomaron el camino del estacionamiento, por desgracia, María no estaba en ese grupo.
Salió con un par de compañeros y no tuvieron otra opción que atravesar la multitud, caminaron entre ellos sin mediar palabras, instintivamente se acercaron unos a otros, cerrando el espacio. De los que permanecían en las aceras, algunos ni les prestaban atención, otros soltaban risitas, el ambiente en el medio era opresivo y abrasador. María no se dejó intimidar, y si lo sintió, no lo demostró.
Pensó que al salir de la empresa el aire se volvería… natural, tal vez, pero ese sentimiento asfixiante permanecía en todos lados, como si el viento trajera consigo un gas tóxico. En la calle, todos se movían agitados, nadie permanecía estático, la parada era un flujo incesante de personas. Maria se montó en el autobús alerta, para ella el tiempo que estuvo parada equivaldría a mil años, pero sabía que no era cierto, antes de lanzarle una mirada al reloj, lanzó una por la ventana, solo para encontrarse con la empresa en la que había trabajado 15 años, siendo inundada por un mar de gente que vitoreaba como si estuvieran entrando al campo de batalla.
Lo cual, por supuesto, era una mentira, las instalaciones no les opondrían resistencia.
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