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Capítulo siete: Número Privado

  • V.Náriz
  • 23 jun 2017
  • 5 Min. de lectura


Salimos de la casa de señora Mercedes con el sigilo de la parca, corrimos lo más que pudimos hasta llegar a la autopista y tomar el primer autobús que encontramos, estaba prácticamente vacío, conté cinco personas, el chofer, el colector, y tres mujeres con cara de desgracia, que vestían su uniforme del supermercado manejado por el narcotraficante mayor, "Vaya, ni porque se caiga el cielo les dan descanso a esta gente" pensé al verlas. Nos lanzaron una leve seña de aprobación al vernos montar todos juntos en la camioneta, sabían que éramos de la resistencia, la verdad es que podríamos haber sido confundidos con unos vagabundos, nuestras vestimentas eran bastante desaliñadas, sin contar que la mayoría teníamos la mitad de la ropa negra por el humo de los cauchos quemados, y las chispas de la pólvora.


Caímos rendidos en los asientos y nos limitamos a solo observar por la ventana el pasar las calles que hace unas horas fueron nuestros campos de batalla. El sonido de la pistola acabando con la vida de la señora Mercedes rebotaba en mi cabeza una y otra vez al ritmo de las pulsaciones de mi corazón, mi teléfono vibró en el bolsillo del pantalón sacándome del trance, acto seguido escuché el de los demás, había vuelto la señal. Más de cien mensajes de mi madre, cincuenta llamadas pérdidas entre números desconocidos y familiares, y notificaciones de Twitter y WhatsApp que me hicieron colapsar el teléfono por unos segundos. Uno a uno cada quien sacó su teléfono y empezó a leer los mensajes, y a apreciar la innumerable cantidad de fotos donde salían nuestros rostros cubiertos luchando contra los esbirros. Omití todo y solo le contesté a mi madre: "Estoy bien, voy camino a casa. Te amo". Al bajar el teléfono me di cuenta que nos encontrábamos cerca de nuestra parada, supongo que no había pasado tan poco tiempo en el teléfono como pensaba, y los muchachos tampoco, ninguno se había dado cuenta.


Me levanté del asiento y silbé para que todos despegaran sus miradas del celular y me siguieran, Camila me tomó de la mano y bajó junto a mí. Una vez todos fuera, el colector se acercó a nosotros y extendió su mano entregándonos los billetes con que habíamos pagado el pasaje.


—Por Venezuela. —Dijo en voz baja.


El colector se subió de nuevo a la puerta y golpeó con fuerza la carrocería mientras gritaba “¡LARA, CENTRO, BILÓ—BILÓ—BILÓ!”, y el autobús partió hasta desaparecer al final de la calle. Todos nos quedemos impactados por un momento. Sabía que por ese gesto el Colector iba a recibir una buena reprensión, hace cinco años yo mismo tuve ese trabajo, y no cobrarle a alguien era lo peor que se podía hacer, la última vez que la cuenta final no cuadró tuve que limpiar hasta las sillas del autobús para que no me lo descontarán de mi paga, que en mi casa la necesitaban.


—¿Pingüino? —Pregunté esbozando una sonrisa.

—Pingüino. —Respondieron todos al unísono dejando escapar una risa ahogada.


Nos sentamos uno junto al otro en la acera esperando que terminara de amanecer. El teléfono de Camila vibró, "Número privado" ponía en la pantalla. Se levantó y alejó un poco de nosotros para poder hablar.


—¿Hacia dónde vamos ahora? —Preguntó uno de los perros.

—Creo que primero debo ir decirle a mi progenitora que sigo vivo, luego nos podemos encontrar bajo la mata de mango, donde siempre. —Dijo Gato.

—La concentración hoy es en la redoma de Guaparo. —Respondió Linconl mostrándonos el anuncio en su teléfono.

—Primero debes hacer que te vean el hombro. —Sugirió Alexander, uno de los perros. —No puedes arriesgar...

—¿¡DÓNDE ESTÁN AHORA!? DIME QUE ESTÁN BIEN. —Interrumpió Camila dejando escapar un sollozo que me erizó la piel.


Todos nos levantamos de un solo tirón y caminamos hacia ella.


—¿Qué ocurre? —Le pregunté a Camila en voz baja.


Mi cabeza ya había generado su primera idea “Nos persiguieron”. Su cara de pánico la reforzó.


—Ok, ok, copiado, ya le digo a los muchachos. Avísame cualquier cosa, por favor... —Hizo una pausa—. Sí, me cuidare…


Camila colgó y las lágrimas corrieron por sus mejillas a caudales.


—¡Allanaron nuestras casas, todas, tienes a nuestros padres, los llevan a Caracas para presentarlos ante el tribunal militar! —Expuso desplomándose al suelo en llanto. Entre todos la sostuvimos y la sentamos.


Sabía que en algún momento pasaría, pero no esperaba que fuera tan pronto. La furia me llenó como una inyección de adrenalina.


—¿Te lo ha dicho Andrea? —Le pregunté acariciándole el cabello intentado calmarla.


El sonido de un carro acercarse llamó mi atención.


—¿Quién es Andrea?


Dijo una voz detrás de nosotros, al voltearnos me encontré con una gran camioneta Silverado plateada con el vidrio abajo, Vendetta iba manejándola, la apagó y se acercó a nosotros, abrazó a Camila y le limpió las lágrimas con la manga del suéter.


—Marico, tú si hueles bien. —Dijo Alexander tomando una gran boconada de aire encima de él.


Había olvidado que Vendetta era un desgraciado millonario, su familia era dueña de una fábrica de containers, y dos centro comerciales, que por cierto nunca nos había querido decir cuáles eran, al igual que nunca se quitaba la máscara cuando estaba en la resistencia, como en ese preciso momento. Muy pocos sabíamos su verdadero rostro, entre ellos estábamos Camila, Lincoln y yo.


—Y de paso vienes vestido de punta en gala, qué mamagüebo. —Comentó uno de los perros.

—No empiecen a joder, adentro de la camioneta está su comida.

—¿Y así es como nos callas la boca? —Le pregunté a Vendetta viéndolo directamente a los ojos.


Me extendió su mano para apretarla y luego me abrazó.


—Estaba preocupado por ti, coño. —Expuse.

—Los colectivos nos acorralaron y… Tuvimos que separarnos…—Agachó la cabeza.

—No pasa nada, lo repondremos, ya verás. —Respondí.

—¿Te encuentras bien? —Le preguntó a Camila que aún jadeaba del llanto.

—Sí, estoy bien… Los que no están bien son nuestros Padres. —Se limpiaba las lágrimas con las manos.

—¿Pero podemos confiar en esa tal Andrea?

—Sí, su padre es Director General del SEBIN, la conozco desde que tengo tres años, y me ha mantenido al tanto de los movimientos que han hecho, como el de la vez que casi nos madrugan en Naguanagua.

—Entonces no nos podemos quedar aquí. —Inquirió Vendetta levantándose del suelo—. En la camioneta hay un poco de comida, iremos a mi casa y allí nos cambiaremos para irnos hasta la redoma.

—Que se caiga el dictador. —Proclamó Alexander montándose en la camioneta.

—Pues si me quitaron a mis padres, yo les quitaré algo más. —Recitó pollo, otro de los perros.


Gato se acercó hasta mí y me extendió la mano para ayudarme a levantar.


—Aún nos queda trabajo hermano. —Expresó.


Lo abracé.


Me acerqué a Camila y le ayudé a levantarse, tomé su cara con ambas manos y la besé tratando de transmitirle un poco de calma, pero fue ella quien me calmó a mí con la intensidad con que me devolvió el beso.


—¡Vamos, dejen el queso para después! —Interrumpió Vendetta desde dentro de la camioneta.


Nos separamos.


—¿Hasta la redoma de Guaparo? —Le pregunté a Gato.

—O un poco más acá si nos toca luchar de nuevo. —Respondió guardando un montón de piedras en sus bolsillos.


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Somos cuatro amigos (Gabrieña, Jose, Sthefany, Víctor) intentando crear contenido -Aunque puede que encuentres muchas pendejadas-, desde el apareamiento de las hormigas hasta una guerra interplanetaria. Se supone que (No, aquí no viene la canción de Luis Fonsi) deberíamos ser serios, pero la solemnidad no es asunto nuestro.

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